Me invitaron a un desayuno en el Colegio de Ingenieros Industriales de Catalunya. Tenía que proponer ideas para un debate. Acepté, sintiéndome honrado. Me pidieron un título y pensando siempre en el futuro se me ocurrió: "Los ingenieros del futuro". Yendo a China el otro día, con once horas de avión por delante, me dije: "Tendrás que concretar alguna idea". Inmediatamente pensé que el mundo nos ha estafado a los ingenieros. Yo ya he llegado al futuro. Tenía 16 años cuando decidí ser ingeniero. Pero de eso hace 48 años. Para aquel niño que quería ser ingeniero, yo soy un ingeniero del futuro. ¿Qué esperaba de la ingeniería aquel niño? Aquel niño estaba convencido de que si llegaba a los 60 años habría ido un montón de veces a la Luna. Que robots con aspecto humano harían todos los trabajos duros, repetitivos y de poco valor añadido. Ya con la carrera de ingeniero y aparejador acabadas y trabajando de ocho de la mañana a diez de la noche con una ilusión enorme y un sueldo menor, aquel muchacho esperaba que en el futuro los ordenadores gestionarían las empresas, que se iría a cualquier sitio por autopista, que los coches circularían con seguridad a 200 kilómetros por hora, que el tráfico urbano sería fluido porque sensores y ordenadores lo gestionarían.
Unos años más tarde, doctorado por Harvard, aquel joven fue invitado por un profesor de aquella universidad a ayudarle como esclavo en un asesoramiento a una empresa americana comprando una compañía francesa. La velocidad del proceso era importante y había que utilizar el Concorde. Por la mañana, negociación en París, a mediodía con el Concorde a Nueva York y con su velocidad supersónica y la diferencia horaria, llegabas a Nueva York tres horas antes de la hora a la que habías salido de París. Negociando toda la tarde y vuelta a París en un par de horas por la noche para seguir al día siguiente. Aquel joven estaba seguro de que si llegaba a los 60 años iría a Nueva York en 15 minutos y seguía convencido de que podría ir de vacaciones a la Luna. Ya se había encontrado petróleo en el fondo del mar, se hablaba de un túnel supersónico Londres-Nueva York, se preveía que entre la energía solar, la nuclear y lo que saldría del fondo del mar el coste de la energía sería poco importante.
Pero aquel niño, muchacho, joven, llegó a los 60 años y más, se convirtió en ingeniero del futuro y se encuentra con que no le puede decir al ordenador: "Orde, escribe un artículo para el domingo" porque el aparato ni se entera. Que en el tiempo en que iba a Nueva York, hoy no logra ni embarcar en el avión. Que a un matrimonio mayor que se les ve abuelos cariñosos los están torturando unos árabes que controlan la seguridad haciéndoles descalzarse, quitarse las joyas y aguantarse los pantalones con las manos. Que un señor amable, no un robot, recoge a mano las hojas caídas. Que los semáforos van cada uno a la suya. Que en coche cada día debe ir más despacio o, como cuando era niño, le quitan puntos. Que en la calle principal de su ciudad la propuesta de futuro será tranvía y bicicleta, la que siendo niño le explicó su abuelo. Y que nunca irá a la Luna. El ingeniero del futuro se siente estafado. ¿Qué les ofreceremos a los ingenieros del futuro que hoy empiezan a estudiar? O somos un poco ambiciosos o no se va a apuntar nadie.
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