Cada una de las veces en las que se acercan las fechas de celebrar a los muertos, ahora banalizadas por los disfraces, las brujas y la manía general de restar importancia al dolor y conventirlo en espectaculo, vuelven las personas que quisen y que ya no están. Como Ulises en los infiernos, se los convoca, no con la sangre de un holocausto, sino con la memoria. Abuelos, tíos, el primo que murió demasiado joven. Los bebés que cada familia recuerda durante un par de generaciones y que luego se pierden en el olvido, angelitos protectores de los niños que sí continuan vivos. Los suicidas, enternos malditos de los que se intenta no hablar.
Son estas fechas lluviosas, y con hojas amarradas a los pies las que convierten además el recuerdo de los ausentes en un recuerdo de que acabaremos entre ellos, convertidos en lo que ellos son. Si pudieramos mirar al miedo a la cara, y así ver los dias luminosos como aún más luminosos, y el final de la vida como un proceso natural, estas fiestas serian otras, más serenas, con menos flores, con más velas. La luz viene bien para despejar los temores. Las pesadillas parecen menos terrorificas a la luz del sol.
Se acaba un mes terrible, octubre, al que dediqué una novela cuando aún le tenia cariño. Ha sido muy duro para muchos, finaliza con un atentado dirigido a crear más muertos. Comienza otro de una manera inadecuada, teniendo presente la muerte. O quizás, de una manera extraña, sea la forma en la que todo debería comenzar: no de cero, sino sabiendo de donde llegó ese cero.
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